EL ANHELO

sábado, 12 de diciembre de 2009

El joven que sólo quería ver el mundo, se vio obligado a participar en un concurso organizado por el reino. Presentó el boceto de una escultura original, mitad humana y mitad bestia que se arrancaría de la propia roca, demostrando así que uno está ligado a los elementos de los que depende. La dibujó con su propio rostro; mintió diciendo que honraba a los reyes y explicó que la mirada perdida en el horizonte, representaba la omnipotencia de los hijos de los dioses, pero en verdad obedecía a su deseo de escapar y tener que conformarse, una y otra vez. La pasividad de animal echado, que todos interpretaron como la ociosidad de la casta noble, reflejaba su propia esclavitud. Ganó el concurso. Instalaron su esfinge en medio de la arena, donde el viento la enterró y desenterró por años hasta nuestros días.

LA BESTIA

Indiferente a los pedidos del dios de los mares, Minos padeció su ira, aceptando con vergüenza el hijo que su esposa dio a luz, luego de tener amores secretos con el toro enviado por el dios. Le mandó construir una casa de innumerables puertas para que jamás encontrase la salida y así procurar olvidarlo. Pero esa aberración le reclamaba el sacrificio de jóvenes y doncellas que cada año iban a morir en sus fauces.
Se dice que al joven minotauro lo mató Teseo y que Minos, agradecido lo casó con su hija. Sólo un escritor ciego, siglos después, humanizaría la figura del monstruo, que renegó de su destino de bestia, muriendo o dejándose morir para escapar de su solitaria prisión.

LA INSOBORNABLE MOIRA

En todas las opciones de destino que se le ofrecían, ella siempre lo conocía, aunque nunca podían amarse sin que mediase el dolor o la culpa. En una, él era el asesino de sus hijas; en otra, el policía asignado para resolver el doble e inexplicable crimen.

LA CERTEZA

El 23 de junio a las seis con diecisiete minutos, necesitó entender qué es la vida. No quiso una respuesta abstracta; ansió cualquier indicio, aunque fuese mínimo, que le diera la certeza de saber que tenía que continuar al minuto diecinueve y al veinte y seguir indefectiblemente el día y los días que le quedasen por venir. Ya había probado todos los excesos que le ofrecía el vasto mundo, y las filosofías o las religiones apenas le habían brindado un efímero consuelo. No. Buscaba algo explícito que lo apartara de la urgencia de la muerte que estaba carcomiéndole el alma, saber qué era sentirse vivo, hallar una certeza que lo impulsara al próximo minuto, que le indicase que la vida merecía ser transitada hasta el final.
Se apuntó con el arma y esperó todavía un segundo más. La adrenalina le corrió por las venas y se sintió latir, pero la experiencia ya le había demostrado que no era más que otro sucedáneo, y que al fin de cuentas, estaba vacío, estéril. Y entonces, la angustia le oprimió la garganta. La noche lo descubrió todavía en llanto.