El joven arquitecto bosquejó en un papel el diseño de su
casa ideal. El living estaría para abajo
—tres escalones de madera serían su margen— y su corazón sería una chimenea. El comedor se ubicaría bajo un techo
abovedado y a las habitaciones las pondría encima, en declives, aprovechando
las patas cojas de sus muebles. Una escalera
móvil uniría ambos pisos, porque había que ganar espacio para cuando vinieran
las visitas. Los baños eran molestos
pero imprescindibles, así que los ubicó detrás de cada puerta, para que se
adelantaran a la necesidad del usuario. El
diseño se completaba con enormes ventanales que le darían luz a todos sus
espacios, aunque una pared quedaría liberada para acodar su absurda
biblioteca. Llamó al albañil, el más
certificado por su gremio, que miró los planos y le dijo que sería
imposible. Ante la decepción del arquitecto,
lo miró con esas miradas comprensivas que se usan con los niños y agregó que
“el mundo todavía no estaba preparado para un diseño así”. Yo, que fui testigo de la situación, le
pregunté al albañil por qué le dijo la segunda frase si el diseño era realmente
absurdo. Y el albañil, con la misma
mirada, me dijo “porque es verdad”.