POÉTICA DE LA CREACIÓN LITERARIA

domingo, 18 de septiembre de 2011


Siento la necesidad de leer y de pensar. De lo primero, aprendo la estructura, conozco el mundo desde otros. De lo segundo, encuentro la puerta. Necesito además un tercer elemento: la vida sacudiéndome. Así, puedo imaginar porque el mundo me convoca, puedo escribir porque voy comprendiendo y quiero contarlo.
Todo el tiempo tengo la sensación de que pequeños aunque incompletos mundos habitan en mí. Son vacilantes, heterogéneos, infantiles o crueles, pero persistentes.

SOBRE EL ORIGEN DE LA LOCURA

No es que la locura produce revelaciones místicas. Es que estas revelaciones ocurren inesperadamente a personas que no están preparadas para recibirlas. Y son tan avasalladoras por el grado de verdad que encierran —o aun de premonición—, que pueden enloquecer al más cauto. Aquí se podría aplicar el siguiente razonamiento: si enloquezco, entonces a estas revelaciones les quito el grado de verdad, pero en cambio si permanezco cuerda, debo aceptar que el mundo no es como me lo han enseñado. En resumen, si las revelaciones se presentan, la realidad se desmorona, pudiéndose cobrar incluso la cordura del sujeto.

SEMINALIDAD INFANTIL


Rodolfo Kusch (filósofo argentino 1922 – 1979) sostenía que la “seminalidad infantil” era aquello que atacaba al ser (estar) de América por haber reprimido su veta indígena, obligado por la imposición del pensamiento racional traído desde épocas de la Conquista. Dicho de otro modo, el ordenamiento del mundo en categorías condujo a nuestra raza —mestiza desde entonces— a un recurso de supervivencia, que la llevó a ocultar toda emoción, intuición y por lo tanto irracionalidad, debajo de los conocimientos foráneos que se presentaron con un dogmatismo medieval, verdades absolutas, puras, incuestionables, que algunos no nos creímos del todo. Así fue como la sabiduría de América cedió ante el conocimiento instituido desde Europa; la consecuencia que él observa en las personas es lo que llama “seminalidad infantil”: se trata de personas muy inteligentes que se comportan como niños porque se han cerrado a sus emociones o temen caer en lo tenebroso de la ambigüedad. Y ahí me encuentro yo, conversando entre pizzas y cerveza, con algunos amigos que construyen el mundo desde estas categorías racionales y debaten y se acaloran y se enojan —hay que ver cómo se enojan— si su endeble mundo es atacado por algún cuestionamiento que no pueden comprender, porque la razón no es suficiente para eso. Y yo ni les digo de dónde es que me vienen estas ideas, que son una suma de cosas, algo más que una anoréxica idea a priori. Y entonces responden con ironía, con prejuicios, con toda la gama de neologismos inventados por personas como ellos para decir lo mismo —y que ratifican sus diccionarios o sus catedráticos—, de que en el fondo tienen miedo de dejarse llevar, de arriesgarse con lo que no entra en un cuadradito, de tratar de abrirse al mundo, de despertar más sentidos que los cinco, que personas como ellos nos han hecho creer que teníamos durante tanto tiempo.