EL LINGÜISTA

domingo, 4 de julio de 2010

No podía ser eso. Nadie le había dado la felicidad y ahora, de pronto, debía haber otra explicación para ese estado de ánimo que lo inundaba. ¿Sería plenitud? Porque nunca antes se había sentido así. Lo pensó con las mismas palabras, aunque como lingüista catedrático trató de romper el lugar común invirtiendo el orden: “nunca me he sentido así antes”. La frase le sonó igual de burda. Se dijo a sí mismo “no pensaré para no transformar este estado de ánimo en símbolos”. Pero continuó “aunque cualquier estado es efímero”. No fue un consuelo o la resignación en la que caería un sabio, fue más bien la actitud de la mente entrenada que cataloga para mantener el caótico mundo en orden. Sacudió la cabeza, no debía pensar. Pero las frases se le amontonaban, repletas del simple dialecto de la felicidad, desbordado de lugares comunes. Se aferró a la idea de que para el intelectual debía haber otra forma de manifestación, algo o más poético o más científico, y no esa concatenación vulgar e intrascendente de palabras cargadas de sentimentalismo. Pero fueron estas ilustradas palabras las que finalmente lo arrojaron de un puntapié a su malparida cotidianeidad. O —como se dice en la jerga común—, de una bien merecida patada en el orto.

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