EL ESTÁNDAR DE VIDA Y LA FELICIDAD

sábado, 27 de junio de 2009

A pesar de que era feliz, secretamente y a veces, se sentía fracasar. No tenía un extraordinario amor, aunque se había casado con la mujer que deseó. Sus hijos no fueron partícipes de grandes hazañas. Sus aspiraciones empresariales, apenas llegaron a administración de un negocio de repuestos y accesorios. Sus estudios fueron precarios y convencionales. Y durmió siesta de lunes a viernes, y fue a ver los certámenes de patinaje artístico de su hija los días sábados y miró fútbol los domingos y odió a su jefe y preparó los asados en las reuniones familiares en las que su suegra siempre lo criticó. Y todo lo que se propuso lo alcanzó y cada vez que se sintió en decadencia, valoró las pequeñas cosas y salió adelante. Y quedó calvo y usó la misma camisa para regar el jardín. Y lloró cuando tuvo en sus brazos al primer nieto. Pero en los estándares de vida, su triunfo secreto se midió como un fracaso público. “No me conformaré con tu mediocridad”, le dijo su hijo mayor cuando se fue de la casa paterna. Y cada vez que volvía a encontrarse con su propio padre, éste le recriminaba las pocas aspiraciones que siempre había tenido y el dolor que le producía verlo vivir en “el estándar”, cuando pudo haber dado más.
¿Puede haber grandeza en la aceptación de una vida común? Fue Aristóteles, con su idea de perfeccionamiento constante y luego Descartes, con la supremacía del hombre, los que vinieron a empaparnos de esta urgencia por el progreso, que luego se materializó en el dinero y que en nuestra posmodernidad adquirió los visos del triunfo desmesurado; una vida para las vidrieras. ¿Qué ocurre con las vidas comunes y simplemente felices? ¿Qué pasa con las personas anónimas que viven sin pregonar que están vivos?

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