Los posmodernos habían terminado por relativizarlo todo, al punto de alcanzar también los saberes, que crecieron desmesuradamente y se modificaron aprovechando el impulso que daban las nuevas tecnologías inventadas por el hombre.
Entre todos ellos, las ciencias empíricas eran los saberes que más a salvo parecían estar, ya que la evidencia convencía a cualquier incrédulo. Si bien tenían que ceder cada tanto ante un nuevo paradigma, se mantenían más o menos constantes en cuanto a sus hallazgos. El problema real lo tenían las otras ciencias, las que se forman a partir de la experiencia humana y que muchas veces depende de la subjetividad por más intento positivista por enmendarlas. Por eso se crearon las fuerzas intelectuales de seguridad.
Estas fuerzas fueron impulsadas por las universidades de mayor prestigio, que entrenaban voluntarios para mezclarse entre el resto de las mentes —formadas o en formación— no solo para corregir errores, sino también para vigilar que no volviesen a cometerse. Así, se hacían pasar por tus amigos, profesores o compañeros de trabajo, y si te encontraban en una infracción —recordar inexactamente una fecha, un nombre, un lugar; interpretar erróneamente una teoría o hacer una pregunta necesaria como por qué algo debe ser de determinada manera, o apreciar cierto tipo de arte o enriquecer el uso de una palabra, etcétera—, ellos arremetían con el dato correcto y preciso, citando de memoria los textos que apoyaban sus posturas, diciéndote en resumen, que tu duda ya había sido respondida por alguien, que deberías saberlo, y que tu gusto por determinado arte era un paso en una dialéctica que te llevaría a la apreciación del Arte Verdadero, etcétera. Eran argumentos tan efectivos como las armas, ocultos debajo de una crítica que al final era puro dogma, y la justificación de un cierto beneficio para la humanidad.
Por supuesto que había resistencias. Entre nosotros —los que la errábamos, nos equivocábamos, disfrutábamos con cosas que quedaban fuera de las academias y universidades, o nos comíamos las eses y decíamos “haiga” en lugar de “haya” y todas esas cosas—, el saber estaba pegado al vivir y no era algo sacrílego que había que mantener intacto, casi virgen. Para eso estaban los libros. Nosotros considerábamos que si la historia se escribe a medida que se hace y si el arte es expresión y el lenguaje nos sirve para comunicarnos o para mentir, cualquier uso o interpretación es válido. Pero ellos también eran tenaces. En la televisión y en la radio realizaban capturas masivas y nos ponían en el centro de la burla. Y la gente celebraba estas cazas de brujas, incluso, los que creíamos que eran de los nuestros.
Entre todos ellos, las ciencias empíricas eran los saberes que más a salvo parecían estar, ya que la evidencia convencía a cualquier incrédulo. Si bien tenían que ceder cada tanto ante un nuevo paradigma, se mantenían más o menos constantes en cuanto a sus hallazgos. El problema real lo tenían las otras ciencias, las que se forman a partir de la experiencia humana y que muchas veces depende de la subjetividad por más intento positivista por enmendarlas. Por eso se crearon las fuerzas intelectuales de seguridad.
Estas fuerzas fueron impulsadas por las universidades de mayor prestigio, que entrenaban voluntarios para mezclarse entre el resto de las mentes —formadas o en formación— no solo para corregir errores, sino también para vigilar que no volviesen a cometerse. Así, se hacían pasar por tus amigos, profesores o compañeros de trabajo, y si te encontraban en una infracción —recordar inexactamente una fecha, un nombre, un lugar; interpretar erróneamente una teoría o hacer una pregunta necesaria como por qué algo debe ser de determinada manera, o apreciar cierto tipo de arte o enriquecer el uso de una palabra, etcétera—, ellos arremetían con el dato correcto y preciso, citando de memoria los textos que apoyaban sus posturas, diciéndote en resumen, que tu duda ya había sido respondida por alguien, que deberías saberlo, y que tu gusto por determinado arte era un paso en una dialéctica que te llevaría a la apreciación del Arte Verdadero, etcétera. Eran argumentos tan efectivos como las armas, ocultos debajo de una crítica que al final era puro dogma, y la justificación de un cierto beneficio para la humanidad.
Por supuesto que había resistencias. Entre nosotros —los que la errábamos, nos equivocábamos, disfrutábamos con cosas que quedaban fuera de las academias y universidades, o nos comíamos las eses y decíamos “haiga” en lugar de “haya” y todas esas cosas—, el saber estaba pegado al vivir y no era algo sacrílego que había que mantener intacto, casi virgen. Para eso estaban los libros. Nosotros considerábamos que si la historia se escribe a medida que se hace y si el arte es expresión y el lenguaje nos sirve para comunicarnos o para mentir, cualquier uso o interpretación es válido. Pero ellos también eran tenaces. En la televisión y en la radio realizaban capturas masivas y nos ponían en el centro de la burla. Y la gente celebraba estas cazas de brujas, incluso, los que creíamos que eran de los nuestros.
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